viernes, 25 de julio de 2014

Relatos Cortos: Las Brujas de la Alpujarra

Brujas en el Tajo de la Cruz, Lanjarón

Cada vez era lo mismo. Cuando la señora de la casa abría la puerta, allí estaba el cura de pueblo armado con el incienso y el hisopo de bendecir.
-Hija, trae el agua. Esto te librará de todos los males y de las brujas, esas mujeres del diablo que en noches como esta se transforman en macho cabrío para danzar con ellas en el Tajo de la Cruz.

Y a la vista de la palangana de agua, paseaba el incienso en el aire haciendo la señal de la cruz tres veces y gritando:
-¡Arrodíllate y cree en Dios! ¡Arrepiéntente y serás salva del infierno! ¡Renuncia a la lujuria y a los pecados de la carne!
Aquella gente temía al cura casi más que a los aquelarres. La mayoría pensaba que la lujuria era una enfermedad, pero no sabían en que parte de la carne era. Por lo tanto, lo mejor era confesar los pecados para no contraerla. La cuestión era temer, como si un miedo espantase al otro.
Y al caer la noche y salir la luna se enterraban bajo las sábanas aterrorizados, con las paredes cargadas de escapularios y de estampas de santos, con la palangana de agua bendita en la mesilla de noche lista, por si hubiera que tirársela al mismísimo diablo que transformado en macho cabrío se atreviera a visitar alguna mujer que hubiera contraído aquella enfermedad.

Mientras Juan, María y los otros estaban llegando ya a lo alto del Tajo de la Cruz al lado mismo de Lanjaron, en donde el alcalde había mandado plantar una cruz por orden del cura, para espantar aquelarres.
Allí se reunían para comer y beber alrededor de un fuego que no se apagaba nunca y para fornicar, según las malas lenguas. Aquellos eran curanderos y desfacedores de los líos de la gente. Eran médicos de hierbas y de pócimas, que recetaban extraños remedios para males comunes, especialmente en la noche de San Juan, en las que trataban a los niños que tenían hernia umbilical. Según la tradición se abría una rama de mimbre en dos y se acostaba a dormir al niño entre un hombre, que debía llamarse Juan, y una mujer, que debía llamarse María. Luego se juntaba la rama. Si al día siguiente la mimbre amanecía unida, era certero que el niño se iba a curar. La tradición no dice lo que sucedía si la rama no se juntaba.
Pero en aquella noche única, la más corta del año, aquellos creyentes de las fuerzas de la tierra se preparaban para sus ceremonias personales con las que se trataban a sí mismos antes de salir a curar. Era como una especie de vacuna que se aplicaban antes de encarar el mal. Sabían que la luz de la luna era ciertamente protectora y muy poderosa después de haber bebido de cierta agua y comido de ciertas plantas, así que se despojaron de toda ropa para absorberla con todo el cuerpo, mientras atizaban el fuego y tomaban de aquel licor fuerte que les ayudaba a soportar el fresco de la noche y les animaba a danzar. Correr y saltar por la hoguera también formaba parte de todo aquel ritual, como yacer entre ellos bajo la claridad nocturna, acalorados por el vapor del alcohol que les subía a los sentidos desinhibiéndolos. Luego se iban sin sueño antes del amanecer, cada uno por su lado, por los caminos de la Alpujarra.


A las cinco de la mañana aun no había salido el sol, y como tantas otras noches, Guillermo cabalgaba sólo por el monte con su ballesta, buscando la perdiz. Justo allí, en la cruz del Tajo enzarzó una con una flecha que le atravesó el cuello. Echó una par de leños gruesos al fuego y ya que la tenía segura, la dejó sangrando allí clavada en la cruz como un Cristo y se fue a rondar. Si tenía suerte hasta podría toparse con dos más, o tres, o cuatro. Unas cuantas horas más tarde volvió con el serón lleno. Aquel había sido un día afortunado que le había dado siete perdices que alcanzarían al menos para tres ollas.
Mientras el cura del pueblo, transpirando de miedo y de rabia, subía con su mula a lo alto del Tajo, para ver si quedaba rastro del macho cabrío o de lo que las brujas hubieran estado haciendo allí.
-Buenos días, padre. -le dijo Guillermo que bajaba.
-Buenos días, hijo. ¿Fue buena la caza?
-Buena fue padre, hoy llevo siete perdices en el serón. Y, tenga, -dijo extendiendo la mano- la primera que maté es para usted.
-Dios te lo pague Guillermo, Dios te lo pague. Y como Dios es generoso contigo no te olvides de pagarle tú con tu visita, te extraño en la iglesia desde hace muchos domingos.
-No se apure padre, el domingo me tiene allí.

Aquel día seco había amanecido de calor y con el cielo blanquecino. El camino empinado del Tajo levantaba más polvo que nunca y se pegaba a los sudores del cura que aguantaba malamente los rigores de la sotana. Cuando llegó arriba vio que el fuego ardía todavía y que la hierba estaba pelada seguramente por los bailes y los frotes de lujuria de aquellas brujas que a él tanto le gustaba maldecir. Pero al acercarse a la cruz la vio chorreando de sangre fresca, entonces se tiró de la mula al suelo, se santiguó y dio un grito:
-¡Hijas del infierno! ¡Han encendido un fuego que no se apaga y han hecho sangrar la cruz de Cristo!
Luego descendió al pueblo apurando a la mula con la idea de convencer al alcalde de construir una ermita para espantar al diablo definitivamente de allí.
A la misma hora, Juan, María y los otros, ajenos a estas maquinaciones, seguían su marcha por los montes para llegar a los pueblos y sanar flemones y sacar muelas si hiciera falta. Para arreglar empachos y remediar tristezas y males de amor, todo a cambio de algunos reales, pues aquella tierra de Pampaneira, Capileira y Poqueira, tierra de Galicia es.